martes, 27 de marzo de 2012

TENER O NO TENER (VERGÜENZA)

A veces es sano y normal no tener vergüenza de algo. Yo, por ejemplo, no tengo vergüenza de no saber chino, por muy importante que sea (y cada vez más); puedo decir que es muy difícil, que me ha pillado mayor, que quién iba a pensar, etc. Sí la tengo de no saber inglés, o apenas, y ahí no tengo nada para justificarme.
Resultado de imagen de tener o no tener verguenzaLo malo es que ahora mucha gente, sobre todo entre “los de arriba”, parece no tener vergüenza de cosas que la merecerían. Se ponen sueldos astronómicos para navegar por las más altas esferas de la sociedad, mientras dejan a millones de personas arrastrándose por el subsuelo, e incluso lo proclaman sin complejos: “porque yo lo valgo”. Roban cantidades desmesuradas, y se siguen postulando como un modelo para todos.
Lo peor es que nos estamos acostumbrando, y es un camino muy peligroso. Cuando alguien es capaz de mirar a otro a los ojos y decirle: “Yo tengo de todo y tú nada; por algo será. Es justo que sea así”, ya no estamos en una democracia. Estamos volviendo a las castas y a la esclavitud.
Sería preciso enseñar un poco de vergüenza a nuestras clases dirigentes. Para ser dirigente hay que tener un mínimo de ejemplaridad. Si, como ha dicho un ministro, “estamos en una situación de urgencia y casi de emergencia nacional”, deberían dar un poco de ejemplo: los auténticos jefes viven peor que sus subordinados. Pero, como dice un refrán romano, el pescado se empieza a pudrir por la cabeza. Y, según nuestro dicho popular, se empieza por asesinar viejecitas y se acaba faltando a misa.
Hoy he oído a un presentador, ya algo viejuno, proclamar en una emisora de radio: “Yo he vivido una dictadura, una transición y una democracia...” Esperemos que nuestros actuales jóvenes no tengan que contarles a sus nietos “Yo he vivido una democracia, una transición, una dictadura...”
22 – 3 - 2012

miércoles, 21 de marzo de 2012

300 años de la Biblioteca Nacional

miércoles, 14 de marzo de 2012

Con Larra en el café, Moncho Alpuente


Hoy los cafés son oasis en los que sigue abrevando una fauna amiga de la cháchara y el debate
Moncho Alpuente Madrid 23 FEB 2012 - 21:25 CET
Los primeros cafés de Madrid que abrieron terraza lo hicieron en el Pasaje de Matheu, a dos pasos de la Puerta del Sol, eran cafés afrancesados, fundados y frecuentados por la colonia francesa de Madrid a mediados del siglo XIX. En el Café de París se reunían conservadores y monárquicos y en el de Francia, fundado por Monsieur Doublé, superviviente y héroe de La Comuna, republicanos y revolucionarios. La revolución de las terrazas triunfó en la capital de España, hasta el abuso, como denunciaba en la segunda década del siglo XX el escritor y cronista madrileño Pedro de Répide. La moda de las terrazas, escribía: “…ha llegado a constituir en Madrid un intolerable abuso durante los meses del verano, hallándose el viandante imposible de pasar por las aceras de las calles y jardines de las plazas ocupadas por los veladores y asientos multiplicados hasta el absurdo”. Los clientes de las terrazas se libraban del aire cargado, enrarecido y espeso del interior. En un incisivo artículo, titulado El Café, Mariano José de Larra describía los padecimientos del fumador pasivo, abrumado y ahumado por “cuatro chimeneas ambulantes que no podrían vivir si hubieran nacido antes del descubrimiento del tabaco: tan enlazada está su existencia con la nicociana”.
Hoy los cafés son oasis en los que sigue abrevando una fauna amiga de la cháchara y el debate sobre la que planea todavía la sombra de las viejas, turbulentas y discutidoras tertulias como las de los cafés de la Puerta del Sol sobre las que Valle Inclán, que perdió un brazo a causa de una de ellas escribiría: “El Café de Levante ha ejercido más influencia en la literatura y el arte contemporáneo que dos o tres universidades o academias”. Otro adicto a los cafés madrileños, Enrique Jardiel Poncela pondría más tarde en boca de un hipotético corresponsal británico una receta para terminar con los endémicos males de España: “Abrir todas las cabezas y cerrar todos los cafés”. Entre los cafés supervivientes de Madrid, el Nuevo Café Barbieri de la calle del Ave María en Lavapiés, fundado en 1912, es el que mejor conserva la atmósfera, incluso el mobiliario y la pátina de la edad dorada.
El Gran Café de Gijón del Paseo de Recoletos y el Comercial de la Glorieta de Bilbao, fundados a finales del siglo XIX y reformados a mediados del siglo XX, mantienen el genio y la figura, la estampa y la estructura de aquellos cafés a los que acudía Fígaro, impertinente y curioso: “…más de cuatro veces al día a meterme en rincones excusados por escuchar caprichos ajenos que luego me proporcionan materia de diversión…”. Mucho, y casi siempre para bien, se ha escrito sobre las tertulias del Gijón que en los años del franquismo fue un insólito reducto, casi una tierra de nadie, en un territorio ocupado y devastado intelectualmhttp://www.blogger.com/img/blank.gifente. Hoy, a la entrada del salón donde estuvo el puesto de Alfonso, cerillero y factótum, vendedor de tabaco y lotería, prestamista sin intereses, consejero y contertulio imprescindible desde su garita, se exhiben algunos de los libros escritos sobre el establecimiento, crónicas y homenajes, bajo el retrato del cerillero ilustre e ilustrado.
Las tertulias no han muerto.
En el ágora del Comercial, tienen sus puestos asignados, filósofos contemplativos y poetas solitarios, profesores peripatéticos y estudiantes eternos. El recado de escribir que antes ofrecían los camareros ha sido sustituido por el wi-fi pero Larra podría seguir riendo “de ver cómo arreglaba la suerte del mundo una copa más o menos de ron” y compartiendo la despedida habitual del orador de café: “¡Pobre España!...Buenas noches señores”.

Nubarrones sobre El Gijón