martes, 30 de septiembre de 2014

Estado de mudanza

Para no darle vueltas a lo de la jubilación sin júbilo, al cumpleaños que se avecina, al otoño melancólico…,  me he metido en otro berenjenal: cambiar puertas y suelo y pintar en mi guarida. ¡Bendita la hora! ¡Lo que pesa la cultura! Durante veinte años he estado almacenando todo lo que caía en mis manos: libros, revistas, recortes de periódicos, exámenes, fichas de lecturas, felicitaciones navideñas, postales, invitaciones de boda, programas de mano de obras de teatro,  regalos e incluso muebles que he recogido de la basura para restaurarlos. Hoy me sobra todo, no doy abasto  rellenando de libros las  cajas de pan que me provee mi panadera. Ella me dice que tengo el síndrome de Ulises (ojalá, así recorrería mundo sin arrastrar mis miserias). Además los libros que me gustaron los he prestado y no me los han devuelto. Resultado: solo me quedan infumables; pero soy incapaz de deshacerme de ninguno de ellos, porque cada uno tiene su historia. Para colmo, he encontrado todas las cartas que he recibido a lo largo de mi larga vida (que a mí me ha parecido corta) y se me ha ocurrido sumergirme en su lectura. Han aparecido también unos diarios que empecé a escribir a los diecinueve años con el entusiasmo y la sensibilidad de una preadolescente que apuntaba maneras para acabar en el diván de un psiquiatra o en la camilla de un forense: solo escribía cuando estaba mal (¡Buenos días, tristeza!), con reflexiones negativas con la precisión de un cirujano, quejándome de todas las amistades tóxicas y enamoramientos fallidos que viví, motivados por la efervescencia hormonal, el deseo de apareamiento animal y las lecturas de Baudelaire (Il faut être toujours ivre). Casi todo ha acabado hecho trizas en la basura y espero que nadie los lea jamás. El Ministerio de Educación define perfectamente, con su lenguaje burocrático,  el estado de ánimo de estos últimos cuarenta años: interina (o uterina como decía mi querido Ángel Lucas), en prácticas, en expectativa de destino y con destino definitivo.
Los manuales que, supuestamente, enseñan a vivir mejor dicen que tires todo lo que no que no hayas utilizado en los últimos tres años. Pero, ¿qué hago con los recuerdos, los discos de vinilo, los libros que no admiten una segunda lectura y la cantidad de panfletos pedagógicos sobre obras literarias que no he podido utilizar en clase desde que la Lengua y la Literatura se fundieron en una? Durante años los he ido recopilando como una hormiga laboriosa, cómo puedo convertirme de la noche a la mañana en una cigarra si tengo amusia (incapacidad de reproducir los tonos o ritmos musicales).
Y para qué coño escribí estas frases tan absurdas que han aparecido traspapeladas: Un poco de coñac, mucha caña y poco coño;  poco coño, poco coñac y no tomarlo a coña.
Definitivamente, una mudanza es más difícil que ponerle bragas a un pulpo derviche.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Sola, fané y descangayada

 Y allí estaba ella como en el tango: sola, fané (estropeada, marchita, venida a menos), descangayada (maltrecha, malherida, desvencijada) sentada en un banco donde otrora se sentara el frente de juventudes (eufemismo por los viejos del pueblo), mientras sus lágrimas esquiaban sobre sus rugosas mejillas. La acompañaba una bolsa de Galerías Preciados que contaba la friolera de veinte años. Esperaba que la sacasen del pueblo porque acababa de quemar sus naves. Había vaciado de trastos la parte de la casa del abuelo que les había correspondido a sus padres. Donde antaño hubo felicidad y esplendor, solo quedaba ahora suciedad y deterioro. Se cerraba el círculo de la vida. Tras las gafas oscuras trataba de olvidar la escena terrible donde las bolsas de basura, que contenían los enseres viejos y sucios, habían sido rodeadas por un círculo de gitanas que sin ningún pudor abrieron  y trajinaron todo lo que había dentro. En apenas unos minutos no quedó nada de los somieres ni de los colchones ni de las lámparas. Habían acudido como las moscas a la miel, como los buitres a la carroña, como los ratones al queso. Al final el contenedor estaba vacío con pequeños jirones de recuerdos. 
Se acordó de los besos que todos los días hasta el mes de marzo daba a su madre y que la hacían reír como una chiquilla de cinco años hasta que terminaba diciendo: “ya está bien”; porque había sido educada en épocas de carestía. Y los echó de menos, tanto que se acercó a la cercana gestoría Prats buscando el rastro del olor familiar. Pero se sintió ridícula ante el portero automático porque solo se le ocurría balbucir: “soy prima de Vicente, ¿puedo hablar con él?. Es que me ha dado un ataque de morriña que no he podido superar”. Se volvió a sentar en el banco, apenas le llegaban los pies al suelo. Ahora sí que se acababa de romper el cordón umbilical que la unía a los suyos, a esos habitantes que compartían genes con ella y que parecían ajenos e insensibles a su desánimo. Enseguida vinieron a rescatarla, la espera liberadora afortunadamente solo duró diez minutos. La tortura culpable mucho más.